Me acuerdo

El Papa Francisco murió el lunes de Pascua, mientras el sol se levantaba sobre Roma. En Quebec, todavía era de noche cuando me enteré de la noticia. ¡Y me quedé sin palabras, entristecido pero al mismo tiempo lleno de gratitud y acción de gracias por la vida de este buen pastor que guió a la Iglesia durante más de 12 años! Mientras rezaba los salmos de Pascua, los recuerdos inundaron mi corazón... ¡y aún hoy lo hacen!


Pasaron las horas y mi celular comenzó a sonar con notificaciones, mensajes de texto, llamadas y comentarios en las redes sociales. Muchos de mis amigos estaban conmocionados. Todos sentían la necesidad de expresarse sobre este acontecimiento que sin duda cambiará el curso de la historia de la Iglesia… porque pronto tendremos un nuevo Papa. Muchos de ellos me enviaron sus condolencias y me preguntaron si viajaría a Roma para participar en las exequias. Como si fuera alguien cercano a él… ¡Pero no teman! Como muchos creyentes y no creyentes, seguiré los acontecimientos por televisión o conectándome a las pantallas.

En las primeras horas que siguieron al anuncio de la muerte del Papa Francisco, cada uno de nosotros sin duda se tomó el tiempo para recordar los momentos clave del pontificado de este querido Papa. Sus escritos, sus gestos y sus palabras nos ayudaron en el camino del encuentro con Jesús para crecer en santidad. Y ese es el mayor legado que él deja a nuestra Iglesia.

Me acuerdo de que, al comienzo de su pontificado, nos obsequiaba diariamente meditaciones que nos ayudaban a descubrir la frescura del Evangelio. Luego vinieron los grandes textos de las encíclicas y exhortaciones apostólicas, que nos sorprendieron por su profundidad y riqueza espiritual. Todo el mundo recuerda La alegría del Evangelio; es un programa pastoral y una visión eclesial que se nos proponían y que siguen siendo muy actuales después de 12 años de ministerio.

En estos días, me adentro en las páginas de su autobiografía Esperanza, otra primicia para un Papa que emprende el ejercicio de escribir la historia de su vida. “Una autobiografía no es nuestra literatura privada, sino más bien nuestra bolsa de viaje. Y la memoria no es sólo lo que recordamos, sino también lo que nos rodea. No habla únicamente de lo que fue, sino de lo que será. Todo nace para florecer en una eterna primavera. Al final sólo diremos: No recuerdo un nada en lo que no estés Tú.”

Me acuerdo de gestos que hablaban más fuerte que las palabras para recordarnos que ¡el Evangelio es exigente! Su primer viaje llevó al Papa Francisco a la isla de Lampedusa en Italia, el puerto de llegada a Europa de tantos de nuestros hermanos y hermanas migrantes procedentes de África. Incluso hoy, el Prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral nos recuerda aquel primer viaje; el cardenal canadiense Michael Czerny lleva una cruz pectoral hecha con la madera de los restos de naufragios de refugiados que han llegado a las playas de esta isla. El compromiso del Papa Francisco con los migrantes ha sido una constante en su vida. Pocos años después, el Papa Francisco acogió en el Vaticano a 12 refugiados sirios que regresaron con él en el avión papal tras su visita pastoral a Grecia.

Cuando el Papa Francisco se encontraba con presos y enfermos, sentía una compasión especial. Quién no se emocionó al ver al líder espiritual de la Iglesia detenerse en la plaza de San Pedro y abrazar a Vinicio Riva, el hombre desfigurado por tumores que le cubrían todo el cuerpo. Fue como el otro Francisco que besó al leproso….

Me acuerdo del profético compromiso del Papa Francisco con la ecología y el medio ambiente. No solo hablaba de la amenaza de extinción de ballenas y salamandras. No solo le preocupaba el calentamiento global y sus consecuencias en forma de violentos fenómenos meteorológicos. Su preocupación por la “casa común” no se centraba sólo en la salvaguarda de la creación; se dirigía ante todo a las poblaciones más vulnerables, los pequeños y los pobres, que son siempre las primeras víctimas de nuestra inacción e inconsciencia.

Me acuerdo que el Papa tomó la palabra para defender la dignidad de toda persona. ¡Cuántas veces ha repetido que en la Iglesia caben todos, todos, todos! Durante el viaje de vuelta de la JMJ de Brasil, un periodista le preguntó por el “lobby gay” dentro de la Iglesia; ¿cuántas personas LGTBQ+ recibieron un soplo de esperanza al escuchar estas palabras: “Si alguien es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?” El Papa Francisco ha tratado de tender puentes con los divorciados vueltos a casar, con las víctimas de abusos sexuales, con las mujeres, con los jóvenes, para que todos puedan ocupar su lugar dentro de nuestra sociedad y de nuestra Iglesia.

En un plano más personal, me acuerdo de la inolvidable experiencia de su visita a Canadá en julio de 2022. Durante esta peregrinación penitencial, el Papa Francisco vino al encuentro de los pueblos autóctonos para abrir caminos de diálogo y reconciliación, invitándonos a “caminar juntos”. Tuve el gran honor de ser su voz durante esos 5 días en Edmonton, Quebec e Iqaluit. Qué gracia fue estar constantemente a su lado: en el carro, en la mesa, en las diversas reuniones y durante las celebraciones. Le vi rezar, llorar, sonreír, acercarse, escuchar largamente a personas que habían vivido la tragedia de los internados.

Cuántos recuerdos inundan mi mente cuando pienso en aquellos días. Como a ustedes, sin duda, me conmovió verle rezar ante el cementerio de Maskwacis. Luego acompañó la larga caminata con los líderes de las Primeras Naciones hasta el lugar del encuentro. Al día siguiente, se le encontró rezando, solo, a orillas del lago de Santa Ana, mirando al horizonte. Era la imagen del Maestro hace 2.000 años a orillas de otro lago, el de Galilea…

Me acuerdo del emotivo encuentro con los sobrevivientes de las escuelas residenciales en Iqaluit. El acto debía durar 45 minutos, ¡pero se prolongó durante 90! El Papa se inclinó hacia mí y me susurró: “Padre, no puedo pronunciar el discurso que he preparado”. Y yo le respondí: “Santo Padre, el discurso se pronunciará en el próximo acto. Pero si quiere dirigirles la palabra, yo se la traduzco”. El Papa Francisco pronunció palabras de perdón y consuelo para todos ellos, sin nota, dejando que su corazón hablara por sí mismo. Luego dejó su silla de ruedas y caminó con su bastón hacia cada testigo, tendiéndoles la mano y abrazándolos. Al salir del gimnasio, el Papa y yo entramos en un aula con su enfermero para acoger en profundo silencio lo que habíamos vivido…

En Iqaluit, en el último acto oficial, me despedí del Santo Padre. En carro nos transportamos hasta el avión de ITA Airways para el vuelo que lo llevaría a Roma. A la llegada cerca del avión, el Papa bajó para la foto de grupo con todo el séquito que le acompañaba: gendarmes, Guardias Suizos, fotógrafos, médico, enfermero, miembros de la Secretaría de Estado, etc. Y cuando salí para dirigirme al otro avión que me llevaría de vuelta a Montreal, el jefe del protocolo me llamó y me dijo: “El Papa querrá saludarle antes de partir”. Así que me acerqué a la plataforma que le subiría al avión y le agradecí una vez más su confianza. A su vez, me dio las gracias por mis servicios, diciendo simplemente: “Rece por mí”. Y se fue…

El martes de Pascua, nuestro hermano y amigo el cardenal Gérald C. Lacroix celebró la misa en la catedral de Notre Dame de Quebec antes de salir hacia Roma para asistir a los funerales de su amigo el Papa Francisco. Terminó su homilía con un texto maravilloso de Dani Alvarez, una señora de Filipinas. Sencillamente, lo comparto con ustedes:


Es casi como si hubiera esperado.

El Papa Francisco falleció el lunes de Pascua. El momento parecía demasiado tierno para ser una coincidencia, como si hubiera aguantado lo suficiente para escuchar el Aleluya por última vez. Para presenciar cómo la Iglesia se regocijaba en la Resurrección antes de despedirse en silencio. Como si necesitara ver la piedra rodada antes de entrar en la promesa que había proclamado durante toda su vida.

Cargaba con tantas cosas. Las heridas de una Iglesia dividida. El dolor de los pobres y los olvidados. El peso de la esperanza de un mundo más misericordioso, más humano, más semejante a Cristo. Caminaba cojeando, tanto en cuerpo como en espíritu, pero nunca sin gracia. No era perfecto. Pero estaba presente. Y siguió estando presente.

Y era diferente.

Eligió el camino sencillo cuando se esperaba grandeza. Tomó el autobús. Pagó su propia factura de hotel. Vivió en una casa de huéspedes en lugar del palacio papal. Su primer acto como Papa fue inclinarse y pedir nuestras oraciones. Desde el principio, nos demostró que la verdadera autoridad se arrodilla. Que la grandeza puede parecer humildad.

Trastocó los sistemas y consoló a los marginados. Habló con valentía de justicia, abrazó a los discapacitados, acogió a los emigrantes, lavó los pies a los presos. No se limitó a hablar de misericordia: la encarnó. Hizo que la Iglesia se sintiera como un lugar donde los últimos podían ser los primeros, y los olvidados, finalmente vistos.

Nos enseñó que la santidad no es perfección, es presencia. Que el Evangelio es más claro cuando suena a compasión. Que la fe, en el mejor de los casos, se parece al amor con piel.

Y ahora, justo después de Pascua, se ha ido. Pero tal vez esa fue su última homilía. No pronunciada desde un púlpito, sino en el momento tranquilo de su muerte: un suave Amén a una vida dedicada a predicar la esperanza.

Me trae a la mente estas palabras: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4, 7).

Y así lo hizo. Luchó, no con ira, sino con misericordia. Corrió, no para ser alabado, sino para dejar espacio a los demás. Y mantuvo la fe, no de manera impecable, sino ferozmente.

Así que sí, lloramos. Pero también recordamos. Recordamos cómo nos hizo volver a creer en una Iglesia que camina con los heridos, en un Evangelio suficientemente amplio para los que dudan, en un Dios cuyo amor nos encuentra allí donde estamos.

Me recordó que la fe no es algo a lo que nos aferramos. Es algo que transmitimos con las manos y el corazón abiertos.

El Papa Francisco ha terminado su carrera. Y lo que deja atrás no es sólo un recuerdo – es el eco de una vida derramada.

El tipo de vida que te hace querer vivir de otra manera. Con más delicadeza. Con más audacia. Más como él. Más como Cristo.

Esperó la Pascua porque creía en la promesa. Y ahora, esa promesa es suya. La luz le ha encontrado. Y el Amor le ha traído a casa.


Para terminar, simplemente les invito a dar gracias por la vida del Papa Francisco. Tomémonos el tiempo de recordar los grandes acontecimientos y los pequeños momentos cotidianos en los que su presencia de pastor ha inspirado nuestra vida cristiana. Que él pueda escuchar las palabras del Evangelio: “Ven, siervo bueno y fiel, entra en la alegría de tu Maestro” (cf. Mateo 25, 23).

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