Plantar la cruz para que nazca la esperanza

Aquí estamos, en plena marcha hacia la Pascua, hacia la vida nueva. ¿Creemos realmente en ella? Aunque el sol intente atravesar las nubes, éstas se acercan y se vuelven cada vez más amenazadoras. Las palabras de hace 2000 años suenan como un déjà vu. “Era mediodía; se ocultó el sol y todo el territorio quedó en tinieblas hasta media tarde” (Lucas 23, 44).

Es difícil creer en la resurrección cuando la cruz ocupa tanto espacio en el mundo. Por supuesto, en estos días, la cruz está plantada en el corazón de Ucrania. El horror de esta guerra nos recuerda que la humanidad no tiene memoria… y que la amenaza de la loca espiral del odio no sólo afecta a estos hermanos y hermanas heridos, sino al mundo entero. Y lo que es peor, seguir la guerra en directo en los noticieros y en las redes sociales durante 49 días casi anestesia nuestro pavor; nos “acostumbramos” a todo, con tal de que quede lejos…


Pero de repente, es la cruz del feminicidio, aquí, a nuestro lado. Es la cruz de la violencia y de la inseguridad en nuestras calles. Es la cruz de los abusos deshumanizadores contra los niños, los indígenas, los pobres. Es la cruz de un amigo que se pierde en la demencia. Es la cruz de los jóvenes absortos en un mundo virtual que se niegan a ocupar su lugar en la realidad. Es la cruz de un sufrimiento interior debilitante que nadie sospecha y que llevo solo, sin ningún Simón de Cirene que me acompañe… Y el grito del Crucificado encuentra un eco punzante en todas estas situaciones: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Marcos 15, 33).


Todas estas situaciones se cierran sobre nosotros como un gran velo negro que asfixia y aplasta. Justo cuando la oscuridad parece imponerse, de repente un extraño sonido perfora el silencio. El velo del templo – que tenía una altura de unos 18 metros y un grosor de 12 centímetros, que la fuerza de tracción combinada de los caballos atados a dos lados no habría sido suficiente para rasgar – “el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo” (Mateo 27, 51).


En el mismo momento en que su Hijo lanza el gran grito de “victoria”: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46), Dios toma la iniciativa, pues es de arriba abajo donde se rasga el velo. Dios mismo se compromete a eliminar esta división entre él y su pueblo. ¡Nunca más Dios estará restringido a un templo! ¡Nunca más un sistema religioso confinará a su pueblo en una antigua alianza! ¡Nunca más las autoridades religiosas impedirían ver el verdadero rostro de Dios!


Portadores de una esperanza tenaz


En la cruz del Gólgota, es un cuerpo el que se desgarra… ¡pero no cualquier cuerpo! Es el Dios-Hombre que toma sobre sí todos los sufrimientos y heridas de cada persona a lo largo de la historia humana. Esta profunda comunión con los crucificados permite que cada persona se atreva a levantar la mirada hacia la Única Víctima. Cada persona puede entonces escuchar las palabras de Cristo en la cruz y renacer a la esperanza: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34); “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23,43); “Todo se ha cumplido” (Juan 19,30).


Estas palabras de Pasión despiertan la pasión por una esperanza inquebrantable. Es el amanecer de un nuevo día, porque el Crucificado ha abierto la brecha en el velo de las tinieblas que aplasta al mundo; ¡es imposible cerrarlo! Al igual que un solo rayo de sol deslumbrante anuncia el fin de la noche, el agua y la sangre que brotaron del corazón de Cristo en la cruz anuncian la nueva vida que está tan cerca.


Es difícil creerlo cuando vemos su cuerpo aplastado por el sufrimiento… ¡Pero la muerte no tendrá la última palabra! Al igual que el soplo de Dios que se cernía sobre las aguas en el momento de la creación, el Espíritu y el agua siguen ahí hoy, dispuestos a dar vida nueva. Es, pues, un signo claro de que toda cruz -la mía, la tuya, la nuestra- puede ser portadora de una esperanza tenaz.


La vida nueva surge de la prueba, empapada en el fuego del amor; proclama la victoria del Resucitado. Esta victoria se manifiesta en cada gesto de consolación, en una simple palabra de aliento, en cada compromiso concreto de solidaridad. Cristo hace brotar la vida real cuando el gesto ordinario de cada persona consigue hacer nuestro mundo más humano y más fraterno. ¡Qué bonita y gran misión!


En esta Semana Santa de 2022, es hora de mirar más allá de la oscuridad y de los nubarrones que nos agobian. Es hora de confiar… porque esta presencia del Resucitado nos está prometida. Al plantar la cruz para hacer nacer la esperanza, nos abre nuevos caminos para “atrevernos a caminar”. Es ahí, en el camino, donde nos encontraremos con un desconocido, con una persona viva, con alguien que nos haga creer en la verdadera vida. ¡Y si a su vez nos convertimos en testigos para acoger la renovación de un nuevo día!


¡Feliz Semana Santa! ¡Felices Pascuas!

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