Hace siete años, el papa Francisco publicó una importante carta encíclica, Laudato sì, sobre la salvaguarda de la casa común. En esta carta nos recordaba que “nuestra casa común es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos” (LS, 1).
La belleza de esta tierra se ve dañada por el uso irresponsable y el abuso de los bienes que Dios nos ha confiado. Ya en el libro del Génesis, el Creador entregó al hombre y a la mujer su obra: “Los bendijo Dios y les dijo: – Sed fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los animales que se mueven sobre la tierra. Y vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno” (Génesis 1, 28. 31). Pero, ¿qué hemos hecho con esta confianza?
Los científicos y los ecologistas llevan muchos años alzando la voz de alarma. Con cada publicación, la advertencia se vuelve más y más seria. Casi se ha alcanzado el punto de no retorno. El calentamiento global amenaza a la humanidad con fenómenos meteorológicos cada vez más graves. Los océanos están amenazados y las poblaciones costeñas – donde más del 20% de la población mundial vive a menos de 30 kilómetros de la costa – corren el riesgo de inundarse. Por no hablar de la acumulación de residuos, el despilfarro de alimentos, la explotación descarada de la tierra para satisfacer las necesidades de una minoría, los desastres ecológicos producidos por las empresas mineras que envenenan literalmente la vida de las poblaciones pobres e indefensas, etc.
Ante este sombrío panorama, ¿qué podemos hacer? Cada pequeña acción realizada por cada persona es parte de la solución. Elegir una botella de agua reutilizable en lugar de tirar múltiples botellas de plástico una tras otra; no utilizar pesticidas y plantar flores alrededor de la casa para apoyar y atraer a las abejas; elegir limitar los viajes y plantar un árbol por cada viaje en avión; son acciones que todo el mundo puede llevar a cabo para cuidar la casa común.
Cuidar la casa común… ¡y más!
Pero la ecología integral nos invita a pensar aún más profundamente. Todo está conectado… y por ello no sólo la naturaleza y el medio ambiente se ven afectados; también la persona humana, la familia, la comunidad local, la sociedad, los países, incluso la vida internacional. Porque sabemos que ahora vivimos en una aldea global… y lo que ocurre en una parte del planeta afecta a la otra de un modo u otro.
“La visión consumista del ser humano, alentada por los engranajes de la actual economía globalizada, tiende a homogeneizar las culturas y a debilitar la inmensa variedad cultural, que es un tesoro de la humanidad” (LS, 144). El Papa Francisco nos advierte de este riesgo. “La desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal” (LS, 145). Sólo hay que pensar en las culturas indígenas y sus tradiciones, aquí y en otras partes del mundo. La colonización – pero también la imposición de nuestros métodos de producción – ha alterado profundamente el curso de la historia de muchos pueblos. ¡Y es toda la ecología humana la que se ve afectada en su núcleo!
Pero esta ecología humana afecta a todas las culturas y a toda la vida cotidiana. El tráfico en las ciudades hace que se pierda mucho tiempo por la mañana y por la tarde. Es la vivienda inadecuada para acoger a las familias. Es la contaminación ambiental la que amenaza la salud. El abandono de la tierra por parte de las políticas del Estado en muchos países perjudica a muchos campesinos. Es la pobreza que crece para la gran mayoría y la riqueza que se acumula de forma espantosa para un número cada vez más reducido. Y la lista podría seguir… Al observar cada una de estas situaciones, veo los rostros de hombres y mujeres que sufren en sus cuerpos, simplemente exigiendo la dignidad que todo ser humano merece.
Nuestra lucha por un mundo mejor, por un medio ambiente más sano, forma parte de la búsqueda de la justicia y la paz, del bien común. Es entonces cuando nuestras opciones sociales – e incluso medioambientales – tendrán el color de una opción preferencial por los pobres y de la solidaridad humana con cada uno de nuestros hermanos. Optaremos por ir más allá de la inmediatez, previendo un desarrollo sostenible con solidaridad intergeneracional, “ya que la tierra que recibimos pertenece también a los que vendrán” (LS, 159).
¿Qué clase de mundo legaremos a los que vengan después de nosotros? ¿En qué entorno crecerán nuestros hijos? “Cuando nos interrogamos por el mundo que queremos dejar, entendemos sobre todo su orientación general, su sentido, sus valores. Si no está latiendo esta pregunta de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr efectos importantes” (LS, 160).
El 22 de abril, cuando celebramos el Día de la Tierra, pensemos que es algo más que un guiño a nuestro planeta azul. Es un gesto de solidaridad y ecología humana por un mundo nuevo, por un mundo mejor.